viernes, 1 de mayo de 2015

DOS MUNDOS

Hace como 30 años fuimos con mi viejo a hacer un trabajo a un campo en Castilla, para pulir los pisos de una estancia. Los dueños nos pasaban a buscar un lunes en camioneta por casa y el fin de semana nos traían de vuelta. Tenían que ser dos semanas bastante intensas porque queríamos venirnos rápido. La estancia era muy lujosa, a primera vista parecía una especie de castillo. Adentro había todo el lujo que se podía imaginar, muchas habitaciones armadas, y una era exclusivamente para nosotros dos. El primer día, antes de irse y dejarnos, el dueño nos dijo que al mediodía vayamos para la casa de los peones que ahí ellos nos iban a cocinar. Pasadas las doce paramos y nos dirigimos hacia un galpón grande que estaba como a una cuadra del casco. Afuera, abajo de una planta, un viejo peón estaba haciendo un asado y otro venía llegando en caballo. Nos saludaron muy tímidamente, con pocas palabras, a veces parecía como que querían esquivarnos la mirada. Mi viejo, que tenía un don especial para relacionarse con la gente, enseguida agarró un pedazo de tronco y se sentó a charlar al lado del viejo. Abrió la damajuana que estaba arriba de un tablón, le sirvió a los peones y se sentó con ellos. Nos sentamos los cuatro entre gallinas que nos saltaban encima, un tablón largo con una bolsa de pan, un puñado de cuchillos y tenedores y cuatro vasos, todos distintos. De a poco fueron entrando en confianza y empezamos a charlar. Mi viejo tuvo la ocurrencia de recitarles uno de los Cuentos del Viejo Varela, unos cuentos camperos cómicos del escritor uruguayo Wimpi. Quedaron asombrados y mi viejo se sabía casi todos los cuentos de memoria. Mientras estábamos sentados afuera pude observar por la puerta entreabierta del galpón el lugar donde dormían. Tenían dos colchones de lana tirados sobre unas tarimas hechas de madera, justo enfrente donde guardaban los caballos. Del techo y en las paredes colgaban rebenques, monturas, faroles y la poca ropa que tenían.
Después de charlar un rato nos dijeron que también eran padre e hijo, que ya eran tercera generación trabajando en esa estancia, y un poco empujados por nosotros pero con cierta desconfianza nos contaban del trato de los patrones. No los dejaban arrimar al casco mientras ellos estuvieran con sus hijos los fines de semana, y tenían permitido una sola salida por semana, los sábados a la tarde, al boliche del pueblo y otra una vez por año cuando iban con los peones de otra estancia vecina al Festival de doma y folklore de Jesús María en un Chevrolet 400 que se habían comprado los otros. Seguimos charlando un rato largo, ya más distendidos y antes de volvernos para la casa nos dieron la carne que sobraba porque ellos a la tardecita tomaban unos mates y se acostaban cuando caía el sol. Nos dijeron que a las cuatro y media ya estaban arriba para salir a recorrer el campo.
Al segundo día, antes de las doce, vemos que uno de ellos se acerca a la casa para llamarnos a comer. Nos dimos cuenta que la ansiedad y las ganas de charlar y de escuchar los cuentos de mi viejo les habían hecho desafiar la costumbre de no acercarse a la casa. Ésta vez nos esperaban con una especie de guiso, por el cual no nos animamos a preguntar qué era, hecho en una olla que de tanto tizne de leña debería pesar diez kilos. Mi viejo seguía encantándolos con los cuentos, mientras yo observaba las manos de los dos hombres. Tenían todas las cicatrices, cayos y marcas que se pudieran imaginar, curtidas por el trabajo y el tiempo. Ellos parecían haber encontrado en nosotros una conexión con el mundo exterior, nos preguntaban por Mercedes, qué hacíamos nosotros durante el día, si teníamos casa y auto, y si nos juntábamos regularmente con amigos. Mi papá seguía con sus relatos y ellos se despanzurraban de la risa, como si estuvieran escuchando en la radio algún cuento de Landriscina.
La semana pasó rápido y ya el siguiente lunes nos estaban esperando más temprano, con muchas más ganas de hablar y de escuchar. Fueron diez comidas las que compartimos, diez días en que nos contamos las vidas y nos conocimos. Para esa época mi viejo tenía cerca de cuarenta años y yo quince, fue charlando que nos enteramos que el “viejo” tenía apenas tres años más que mi papá, y su hijo, a simple vista un hombre curtido por años de trabajo, tenía solo veinte años. Nos despedimos el último viernes con un abrazo y con los últimos dos cuentos que se acordaba mi viejo, uno trataba de un gaucho que tenía un chichón tan grande que para deshincharlo le habían puesto un matambre encima. Fue tanto lo que nos reímos esa tarde que hasta creo que lamentamos, los cuatro, que fuera la última jornada compartida. Por unos días habíamos entablado amistad con dos personas que vivían otro mundo, un mundo aislado donde solo se vive para trabajar y ser explotado sin que nadie te rescate ni te registre…un sistema feudal entre alambrados.

Bien temprano en la mañana del sábado cargamos las herramientas en la camioneta del dueño y mientras íbamos saliendo nos saludaron desde sus caballos mientras revisaban los alambrados de la calle. Desde esa vez en adelante no hubo un solo año en que mi viejo, mientras miraba Jesús María por televisión, no me dijera: “Mirá…ahí deben estar Miguel y Carlos con los amigos”. Y podría asegurar que me lo decía con ganas de estar tomando un vino con ellos, mientras les contaba otro cuento.