Hace como 30
años fuimos con mi viejo a hacer un trabajo a un campo en Castilla, para pulir
los pisos de una estancia. Los dueños nos pasaban a buscar un lunes en
camioneta por casa y el fin de semana nos traían de vuelta. Tenían que ser dos
semanas bastante intensas porque queríamos venirnos rápido. La estancia era muy
lujosa, a primera vista parecía una especie de castillo. Adentro había todo el
lujo que se podía imaginar, muchas habitaciones armadas, y una era
exclusivamente para nosotros dos. El primer día, antes de irse y dejarnos, el
dueño nos dijo que al mediodía vayamos para la casa de los peones que ahí ellos
nos iban a cocinar. Pasadas las doce paramos y nos dirigimos hacia un galpón
grande que estaba como a una cuadra del casco. Afuera, abajo de una planta, un
viejo peón estaba haciendo un asado y otro venía llegando en caballo. Nos
saludaron muy tímidamente, con pocas palabras, a veces parecía como que querían
esquivarnos la mirada. Mi viejo, que tenía un don especial para relacionarse
con la gente, enseguida agarró un pedazo de tronco y se sentó a charlar al lado
del viejo. Abrió la damajuana que estaba arriba de un tablón, le sirvió a los
peones y se sentó con ellos. Nos sentamos los cuatro entre gallinas que nos
saltaban encima, un tablón largo con una bolsa de pan, un puñado de cuchillos y
tenedores y cuatro vasos, todos distintos. De a poco fueron entrando en
confianza y empezamos a charlar. Mi viejo tuvo la ocurrencia de recitarles uno
de los Cuentos del Viejo Varela, unos cuentos camperos cómicos del escritor
uruguayo Wimpi. Quedaron asombrados y mi viejo se sabía casi todos los cuentos
de memoria. Mientras estábamos sentados afuera pude observar por la puerta
entreabierta del galpón el lugar donde dormían. Tenían dos colchones de lana
tirados sobre unas tarimas hechas de madera, justo enfrente donde guardaban los
caballos. Del techo y en las paredes colgaban rebenques, monturas, faroles y la
poca ropa que tenían.
Después de
charlar un rato nos dijeron que también eran padre e hijo, que ya eran tercera
generación trabajando en esa estancia, y un poco empujados por nosotros pero
con cierta desconfianza nos contaban del trato de los patrones. No los dejaban
arrimar al casco mientras ellos estuvieran con sus hijos los fines de semana, y
tenían permitido una sola salida por semana, los sábados a la tarde, al boliche
del pueblo y otra una vez por año cuando iban con los peones de otra estancia
vecina al Festival de doma y folklore de Jesús María en un Chevrolet 400 que se
habían comprado los otros. Seguimos charlando un rato largo, ya más distendidos
y antes de volvernos para la casa nos dieron la carne que sobraba porque ellos
a la tardecita tomaban unos mates y se acostaban cuando caía el sol. Nos
dijeron que a las cuatro y media ya estaban arriba para salir a recorrer el
campo.
Al segundo
día, antes de las doce, vemos que uno de ellos se acerca a la casa para
llamarnos a comer. Nos dimos cuenta que la ansiedad y las ganas de charlar y de
escuchar los cuentos de mi viejo les habían hecho desafiar la costumbre de no
acercarse a la casa. Ésta vez nos esperaban con una especie de guiso, por el
cual no nos animamos a preguntar qué era, hecho en una olla que de tanto tizne
de leña debería pesar diez kilos. Mi viejo seguía encantándolos con los
cuentos, mientras yo observaba las manos de los dos hombres. Tenían todas las
cicatrices, cayos y marcas que se pudieran imaginar, curtidas por el trabajo y
el tiempo. Ellos parecían haber encontrado en nosotros una conexión con el
mundo exterior, nos preguntaban por Mercedes, qué hacíamos nosotros durante el
día, si teníamos casa y auto, y si nos juntábamos regularmente con amigos. Mi
papá seguía con sus relatos y ellos se despanzurraban de la risa, como si
estuvieran escuchando en la radio algún cuento de Landriscina.
La semana
pasó rápido y ya el siguiente lunes nos estaban esperando más temprano, con
muchas más ganas de hablar y de escuchar. Fueron diez comidas las que
compartimos, diez días en que nos contamos las vidas y nos conocimos. Para esa
época mi viejo tenía cerca de cuarenta años y yo quince, fue charlando que nos
enteramos que el “viejo” tenía apenas tres años más que mi papá, y su hijo, a
simple vista un hombre curtido por años de trabajo, tenía solo veinte años. Nos
despedimos el último viernes con un abrazo y con los últimos dos cuentos que se
acordaba mi viejo, uno trataba de un gaucho que tenía un chichón tan grande que
para deshincharlo le habían puesto un matambre encima. Fue tanto lo que nos
reímos esa tarde que hasta creo que lamentamos, los cuatro, que fuera la última
jornada compartida. Por unos días habíamos entablado amistad con dos personas
que vivían otro mundo, un mundo aislado donde solo se vive para trabajar y ser
explotado sin que nadie te rescate ni te registre…un sistema feudal entre
alambrados.
Bien
temprano en la mañana del sábado cargamos las herramientas en la camioneta del
dueño y mientras íbamos saliendo nos saludaron desde sus caballos mientras
revisaban los alambrados de la calle. Desde esa vez en adelante no hubo un solo
año en que mi viejo, mientras miraba Jesús María por televisión, no me dijera: “Mirá…ahí
deben estar Miguel y Carlos con los amigos”. Y podría asegurar que me lo decía
con ganas de estar tomando un vino con ellos, mientras les contaba otro cuento.